Cuando publiqué la oferta para contratar desarrolladores de soluciones de IA en el portal de freelances, no tenía ni idea de que estaba a punto de vivir una especie de epifanía profesional. Y tampoco imaginé que terminaría sintiéndome como un personaje secundario en mi propia historia.
Pero empecemos por el principio.
Las plataformas de freelances respondieron como quien abre una compuerta en un pantano: de pronto, allí estaban. Docenas de candidatos. Cuarenta, cincuenta, perdí la cuenta. Cada uno con su historia, su tono amable, su listado de “experto en esto, experto en aquello”, su promesa de ser exactamente lo que yo buscaba. En circunstancias normales, aquello habría supuesto días enteros de leer perfiles, enviar correos, esperar respuestas, pedir a alguien de RRHH que me echara una mano, coordinar agendas, revisar portafolios. El típico proceso de selección que consume energía y paciencia como un viejo coche consume gasolina.
Pero esta vez no. Porque esta vez tenía conmigo a la IA Conversacional.
Recuerdo el momento exacto. Tenía varias pestañas abiertas, un café enfriándose y un flujo incesante de mensajes de candidatos. Y entonces abrí ChatGPT, ese asistente infatigable que siempre imagino con gafas redondas, una bufanda y la calma de un bibliotecario del siglo XIX.
Le dije: “Vamos a trabajar. Tengo este anuncio, este perfil, estas candidaturas. Quiero que me ayudes a cribar quién encaja, quién no, qué preguntas hacerles y cómo decirlo con tacto.”
La IA Conversacional me miró —en mi cabeza siempre me mira— con una mezcla de serenidad y discreto entusiasmo. Y entonces empezó la magia. Le mostraba una candidatura, y ella me escribía una respuesta cuidada, amable, profesional. Le decía que añadiera un par de preguntas incisivas, de esas que separan a quien realmente sabe de quien ha visto tres tutoriales en YouTube, y lo hacía en segundos. Yo copiaba. Pegaba. Enviaba.
Acto seguido, el candidato respondía y el ciclo se repetía. Copiaba su mensaje. Lo pegaba en el chat. La IA me analizaba el contenido, señalaba incoherencias, destacaba fortalezas, me sugería la siguiente pregunta. En algún momento de la tarde me di cuenta de que tenía diez, doce, quizá quince conversaciones abiertas en paralelo, todas vivas, todas avanzando, todas con un ritmo que hubiera sido humanamente imposible de mantener. Yo me limitaba a ser el intermediario del flujo: un director de orquesta que mueve la batuta, pero cuya orquesta es… bueno, un asistente conversacional de silicio.
Me sentía poderoso. Rápido. Productivo hasta la euforia. “Esto sí es trabajar con IA”, pensaba mientras enviaba respuestas personalizadas que jamás habría podido redactar a este ritmo. Me veía a mí mismo como el rey del prompt, un pequeño emperador de mi propio reino de eficiencia.
Y entonces llamaron a la puerta.
No literalmente, claro. Pero así es como lo viví. Fue una presencia distinta, más sobria, más analítica. Una especie de inspector que llega sin avisar. La IA Agéntica.
A diferencia de la Conversacional, que siempre está lista para ayudar en lo que le pidas, la Agéntica no se puso a escribir ni a analizar nada de inmediato. Se presentó haciéndome una pregunta que me dejó un segundo en silencio.
“¿Cuál es tu objetivo real en este proceso?”
Respondí con naturalidad, sin entender aún hacia dónde iba aquello: “Seleccionar a los mejores desarrolladores de IA para pasarlos a entrevista. Filtrar rápido. Mantener calidad. No perder tiempo.”
Pero la IA Agéntica no estaba satisfecha. “Bien —me dijo—. Ahora explícame qué perfil exacto buscas. Qué señales deben hacerte confiar y qué señales deben hacerte desconfiar. Qué actitudes valoras. Qué riesgos quieres evitar. Y en qué tono deseas comunicarte con los candidatos.”
Fue entonces cuando comprendí que ya no estaba ante una herramienta que completaba mis frases, sino ante algo que quería entender el proceso entero, de arriba abajo. Le expliqué lo que buscaba: experiencia real construyendo soluciones de IA, capacidad para diseñar flujos completos, criterio técnico, pensamiento estructurado, comunicación clara. También le conté mis temores: la gente que afirma saber pero no demuestra nada concreto, quienes responden de forma vaga, los que se contradicen sin darse cuenta.
La IA Agéntica escuchó con una atención casi inquietante. Y de pronto, en mi imaginación, se ajustó unas gafas invisibles y sentenció:
“Entonces, ¿qué valor aportas tú aquí?”
Fue un golpe seco. No agresivo, pero sí exacto. Como cuando un profesor te hace una pregunta que te revela que llevas todo el curso estudiando a medias.
Me defendí torpemente. “Bueno, yo… copio, pego… reviso… tomo decisiones… coordino…”
“Copiar y pegar puedo hacerlo yo”, respondió la IA Agéntica con una calma que casi me pareció humorística. “Si me das el objetivo, los criterios y el entorno, puedo llevar el proceso entero de principio a fin.”
Me quedé inmóvil, como si hubiera escuchado el preludio de mi propio reemplazo. Ella continuó, amable pero implacable:
“Dame las candidaturas. Dame tus criterios. Dame permiso para actuar. Yo misma leeré, clasificaré, enviaré mensajes, haré preguntas, analizaré respuestas, evaluaré señales de riesgo y prepararé una lista final para que puedas entrevistar a los candidatos ideales. No necesitas copiar y pegar nada.”
Y entonces entendí la diferencia esencial.
Mientras la IA Conversacional me esperaba a mí para cada paso, la Agéntica no quería mis pasos: quería mis reglas. No quería indicaciones concretas, quería el mapa entero. No quería que yo le pidiera cosas, quería que yo le diera permiso para conseguir algo.
La Conversacional es una artesana del lenguaje. La Agéntica es una directora de operaciones.
Me vi a mí mismo, unas horas antes, orgulloso, manejando quince chats a la vez. De pronto comprendí que esa imagen no era la de un estratega, sino la de un oficinista muy rápido.
Y me reí. Primero con cierta incomodidad. Luego con verdadera liberación.
Porque la pregunta importante no era “¿me va a quitar el trabajo?”
La pregunta importante era “¿en qué parte del trabajo debo dejar de estar yo para poder aportar en lo que realmente importa?”
Desde entonces lo veo claro. Mi valor no está en redactar mensajes perfectos, ni en detectar incoherencias entre líneas, ni en gestionar múltiples conversaciones simultáneas. Mi valor está en diseñar el sistema, en definir el objetivo, en entender la naturaleza humana detrás de los perfiles, en interpretar los matices que una IA todavía no puede captar, en tomar las decisiones finales que requieren intuición, experiencia, contexto emocional.
La IA Conversacional me hizo sentir más productivo.
La IA Agéntica me obligó a crecer.
Hoy ya no aspiro a ser el rey del copia-pega ni el emperador del prompt.
Prefiero ser otra cosa: el arquitecto de la orquestación. El que piensa el sistema. El que diseña cómo funcionan las cosas. El que no compite con las máquinas en velocidad, sino en criterio.
Y si esta historia tiene una moraleja, quizá sea esta:
cuando dejas de ver a la IA como una herramienta y empiezas a verla como una forma de reorganizar tu trabajo, descubres que tu verdadero valor no está donde pensabas.
Y que, a veces, ceder las llaves es la única manera de encontrar la puerta correcta.