El miedo, en sus múltiples manifestaciones, bloquea a las personas y a las organizaciones. Las impide avanzar y desarrollarse. Y, por tanto, supone un coste de podríamos hasta cuantificar. Tenemos el miedo a ser descubierto, el famoso síndrome del impostor.
Todos somos conocedores, en mayor o menor medida, de nuestras limitaciones y debilidades como profesionales. Y ante este autoconocimiento podemos reaccionar con miedo y desarrollar comportamientos limitantes: seleccionar y rodearme de personas y talentos que no me hagan sombra, no pedir ayuda cuando es más necesario y pensar que “eso ya lo arreglo yo”.
También tenemos el miedo a cometer errores, que nos lleva a no experimentar nuevos métodos y hacer las cosas como se han hecho siempre. O simplemente, plantear el trabajo como una sucesión de acatamiento de órdenes del nivel superior, sin cuestionar, sin argumentar, sin rebatir. Incluso siendo conscientes de que esas instrucciones no son las que más benefician al cliente, a las personas o a la compañía. Guardamos celosamente el correo donde nos dijeron lo que teníamos que hacer, porque “la culpa la tiene otro”. También aplicamos mecanismos extras de supervisión y control de nuestros equipos, monitorizando y penalizando los errores y transmitiendo, también en cascada, la cultura del control.
El miedo al ridículo nos impide abrirnos y mostrarnos libres y como somos realmente. En un ejercicio de timidez mal entendida, nos inventamos un papel que interpretamos en nuestro trabajo y frenamos la comunicación libre y fluida. El miedo a lo desconocido, a la incertidumbre, frena la innovación. ¿para qué vamos a innovar? Hemos hecho las cosas siempre así. ¿por qué probar cosas nuevas? Enmascaramos ese miedo en un ejercicio de pereza porque innovar cuesta. Cuesta esfuerzo, cuesta equivocarse, cuesta analizar los errores y aprender de ellos.
El miedo al éxito hace que, si logramos los objetivos de venta, el año que viene nos vayan a exigir ese mismo objetivo y algo adicional. O el miedo al fracaso implica que, si no cumplo con el presupuesto de gastos o inversiones, el año que viene no me vayan a dar de nuevo esa partida presupuestaria, por lo que la tengo que gastar como sea y contratar proyectos, no sean útiles, aunque no los necesite.
El miedo impacta en la cuenta de resultados, por la vía de los ingresos o de los gastos. O en la rotación de talento que finalmente hay que volver a seleccionar, contratar y formar. O en modo de coste de oportunidad, por no acudir a ese proyecto, no hacer esa inversión necesaria o no abordar esa transformación que será evidente.
No es la muerte lo que un hombre debe temer. Debe temer que nunca empiece a vivir (Marco Aurelio)
Y ante el miedo, la confianza.
En nuestros centros de atención y áreas de operaciones hemos vivido durante la pandemia una nueva circunstancia a través del teletrabajo. Cualquier estudio previo sobre la conveniencia de tener a los trabajadores en modalidad de teletrabajo apuntaba a que sí, de acuerdo, es posible tener ese modelo, pero siempre que “tenga el control”, de que tengamos herramientas para supervisar y monitorizar y que no se me descontrole la situación. Y, sin embargo, la realidad, en términos generales, nos ha venido a demostrar que somos grandes, responsables, trabajadores y serios. Sólo es necesario que confíen en nosotros. Que no hace falta que nos estén vigilando para que hagamos nuestro trabajo.
Claro que hay trabajadores poco responsables, como en cualquier otra faceta de la vida. Personas en las que confiamos y finalmente nos defraudan. Pero es en los procesos de selección y en el conocimiento mutuo donde todos entendemos qué tipo de personas y profesionales son las que encajan en nuestros equipos y cultura de empresa. ¿Por qué no hacemos un ejercicio de confianza total? Confío en ti. Aquí tienes los objetivos, los medios y las herramientas. Dime lo que necesitas y lo que te frena para hacer correctamente tu trabajo. Avísame cuando falles y dime por qué y veremos de qué manera podemos trabajar para solucionarlo. Anticípame riesgos y trabajemos juntos para mitigarlos.
La confianza genera ingresos y ahorra costes.
La confianza hace que busque en los equipos lo mejor. Incluso si son mejores que yo. Mejor dicho, intento siempre que sean mejores que yo. No me siento amenazado por mi equipo porque mi rol no es el hacer el trabajo del equipo, sino facilitar su desarrollo. La confianza convierte los errores en un regalo, para poder aprender y sacar el máximo partido de ese aprendizaje. Por tanto, disminuye los esfuerzos y horas dedicadas al control y a justificar por qué pasan las cosas, y pone el foco en la manera de mejorarlas. La confianza es innovadora, porque apuesta por escuchar otras visiones y opiniones. Probamos y experimentamos. Recabamos opiniones y resultados y generamos un espíritu de creación conjunto. La confianza hace que no nos preocupe el qué dirán, o no nos preocupe alcanzar o superar una meta o un objetivo. Si lo hemos hecho es porque hemos podido. Y si se apuesta por alcanzar o superar dicha meta, ¿por qué no vamos a poder conseguirlo de nuevo?
¿Es utópico? Nada es blanco o negro. Se trata de tener un espíritu, unas bases y unos valores. Y estos claramente los marcan los líderes de las organizaciones. Organizaciones en las que se respira miedo serán organizaciones basadas en el control, en la apariencia, en el que “no pasa nada” y mejor que “nada se mueva”. Organizaciones en las que se trasmita confianza serán abiertas, creativas, frescas y jóvenes.
El contact center, visto desde fuera, tiene ese aspecto de organización en la que todo se mide, todo se controla, todo está documentado y procedimentado. Pero los que trabajáis desde dentro, sabéis de la riqueza, de la inteligencia compartida, de la energía y el entusiasmo, del espíritu de familia y de las relaciones y lazos que se establecen entre las personas. El mejor entorno para crear organizaciones y relaciones basadas en la confianza. ¿Lo intentamos?
La mejor manera de saber si puedes confiar en alguien es confiando (Ernest Hemingway)